Desde el balcón
"Hay un buen número de muertos-vivos, gentes gastadas, apenas conscientes de estar vivos, salvo por el ejercicio que les demanda una ocupación convencional. Lléveselos al campo, o embárqueselos, y se los verá cómo claman por su escritorio o sus estudios. Carecen de curiosidad; no pueden abandonarse a los excitantes imprevistos; y no derivan ningún placer en el ejercicio de sus facultades como tales; y a menos que la necesidad los espolee, no se moverán de su lugar.
— Gilbert Keith Chesterton
Valencia, diciembre de 2020
Era un día gris, no son habituales en Valencia los grises, había descansado bien y la espera se hacía larga, me asomé al balcón. Diez, quince minutos…no más, suficiente.
JAH
Marcher, une philosophie Frédéric Gros, 2014
Con sus estudios sobre París, Walter Benjamin hizo célebre el personaje del paseante, el flâneur, muy alejado del paseante galante de las Tullerías. Lo analizó, lo describió y lo captó releyendo a Baudelaire: su Spleen de París, sus «Cuadros parisinos» de Las flores del mal, sus pinturas de la Vida moderna. Flâner, o callejear, presupone tres elementos, o la superposición de tres condiciones: la ciudad, la multitud y el capitalismo.
La experiencia del flâneur es sin duda la de la marcha, pero estamos lejos de Nietzsche o de Thoreau. Además, andar por la ciudad es un sufrimiento para el amante de las largas caminatas naturales, pues, como ya veremos, supone un ritmo obstaculizado, irregular. Con todo, el flâneur anda, a diferencia del simple curioso, que se detiene sin cesar y se inmoviliza ante la atracción o se queda fascinado por lo que ofrecen los escaparates. El flâneur anda, se desliza incluso entre la multitud.
La flânerie requiere de esas concentraciones urbanas que se desarrollan en el siglo XIX, concentraciones tales que se puede caminar durante horas sin ver ni un pedacito de campo. Caminando de esta guisa en estas nuevas megalópolis (Berlín, Londres o París), se atraviesan diversos barrios, que constituyen mundos diferentes, separados, aparte. Todo puede cambiar de un distrito a otro: el tamaño de las casas, la arquitectura general, el ambiente, el aire que se respira, la manera de vivir, la luz y los tipos sociales. El flâneur necesita ese momento en que la ciudad ha adquirido tales proporciones que pasa a convertirse en paisaje. Se la puede recorrer como se recorrería una montaña, con sus puertos, sus cambios totales de perspectiva, sus peligros también y sus sorpresas. Ha pasado a ser un bosque, una jungla.
El segundo elemento indispensable para la realización plena del flâneur es la multitud. El flâneur camina entre la multitud, a través de ella. Esta multitud en mitad de la cual se mueve son ya las masas: laboriosas, anónimas, ajetreadas. En las grandes ciudades industriales, esas personas que van o vienen del trabajo, acuden a citas de negocios, se apresuran para entregar un paquete o llegar a tiempo a un encuentro son los representantes de la civilización nueva. Esta multitud es hostil, hostil a cada uno de aquellos que la componen. Cada cual quiere ir deprisa, y el otro se convierte en un obstáculo en su camino. La multitud transforma inmediatamente al otro en competidor. No es la multitud en marcha, la de las manifestaciones, las huelgas o las reivindicaciones colectivas, la multitud épica, el bloque formidable de energía. Al contrario, en ella cada cual descubre intereses contradictorios, en el nivel más concreto de su desplazamiento. En ella nadie se encuentra con nadie. Rostros desconocidos, casi siempre cerrados, y a los que, estadísticamente, se tiene pocas probabilidades de conocer. La experiencia común, en los siglos precedentes, era la sorpresa de un extranjero en la ciudad: un rostro desconocido. ¿De dónde viene, qué viene a hacer aquí? Pero hoy en día el anonimato es la norma. Lo sorprendente es reconocer a alguien. En medio de la multitud, los códigos elementales del encuentro desaparecen por completo. Es imposible saludar, detenerse y cambiar cuatro palabras sobre el tiempo.
Tercer elemento: el capitalismo o, más precisamente, para Walter Benjamin, el reino de la mercancía. El capitalismo va a designar ese momento en el que la mercancía extiende su modo de ser mucho más allá de los productos industriales: a la obra de arte y a las personas. Mercantilización del mundo: todo se convierte en objeto de consumo, todo se vende y se compra, todo se ofrece en el gran mercado de la demanda infinita. Reino de la prostitución generalizada: se trata de vender y de venderse.
El flâneur es subversivo. Subvierte la multitud, subvierte la mercancía y la ciudad, así como sus valores. El caminante de los grandes espacios, el excursionista con la mochila a la espalda opone a la civilización la explosión de una ruptura, la rotundidad de una negación (Jack Kerouac, Gary Snyder...). El acto de caminar del flâneur es más ambiguo, y ambivalente es su resistencia a la modernidad. Lo subversivo no es oponerse, sino esquivar, exagerar hasta alterar, y aceptar hasta superar.
El flâneur subvierte la soledad, la velocidad, la especulación y el consumo.
Subversión de la soledad. Se ha descrito hasta la saciedad el efecto de aislamiento de las multitudes. Sucesión infinita de rostros desconocidos, densidad de indiferencia en la que la soledad moral se ahonda. Cada cual se siente ajeno al otro, y la multiplicación de este sentimiento produce una hostilidad importante, que convierte a cada uno en presa de todo el mundo. El flâneur busca ese anonimato, pues se esconde en él. Se funde bien en la masa mecánica, pero con un movimiento voluntario, para ocultarse en ella. Por ello, el anonimato no es una imposición que lo oprime, sino una ocasión de placer: se siente más él mismo, desde su reserva interior. Y, como se esconde, no percibirá el anonimato como una imposición sino como una oportunidad. En el interior de la soledad triste y densa de la multitud, el flâneur excava la del observador y el poeta: ¡nadie se da cuenta de que está mirando! Es como un recoveco de la masa. El flâneur está desfasado, y el suyo es un desfase decisivo que, sin excluirlo ni distanciarlo, lo distrae de la masa anónima y lo singulariza por lo que él mismo es.
Subversión de la velocidad. Entre la multitud todos tienen prisa, todos quieren ir rápido y, a la vez, se ven trabados. El flâneur, en cambio, no tiene que ir aquí ni allá. Entonces se detiene ante los juegos de luces, lo retienen los rostros, afloja el paso en las intersecciones. Pero, al resistir a la velocidad de la obsesión por el negocio, su lentitud se convierte en la condición de una agilidad superior: la de la mente. Pues la mente captura imágenes al vuelo. El transeúnte presuroso conjuga los andares rápidos con el embrutecimiento de la mente. Solo quiere ir deprisa, y su mente da vueltas en el vacío, ocupada únicamente en calcular intersticios. El flâneur ralentiza el cuerpo, pero sus ojos van y vienen sin cesar, y su mente se asombra de mil cosas a la vez.
Subversión de la obsesión por el negocio. El flâneur resiste de manera absoluta al productivismo ambiental, al utilitarismo que lo asedia. Es perfectamente inútil, y su ociosidad lo condena a la marginación. Pero pese a ello nunca es del todo pasivo. No hace nada, pero lo persigue todo, observa, su mente está siempre alerta. Y no deja de crear, cogiendo al vuelo impactos y encuentros, imágenes poéticas. Y si no hubiera un flâneur, cada uno seguiría su propio camino y produciría su propia serie de fenómenos sin que nadie pudiera dar testimonio de lo que ocurre en los cruces. El flâneur percibe las chispas, los roces y los encuentros.
Subversión del consumo. La multitud supone tener la experiencia de un devenir mercancía. Zarandeado, arrastrado por la muchedumbre, me reduzco a no ser sino un producto expuesto a movimientos anónimos. Me ofrezco, me abandono a la circulación. En la multitud siempre tengo la sensación de ser consumido: por los movimientos que constriñen mi cuerpo y los desplazamientos que me atrapan de una dentellada. Me consumen las calles, los bulevares. Los rótulos y los escaparates existen solo para intensificar la circulación, el intercambio de mercancías. El flâneur ni consume ni es consumido. Recolecta aquí y allá, e incluso hurta. Al contrario que el caminante de las llanuras o de las montañas, no recibe el paisaje como don a su esfuerzo. Pero capta, coge al vuelo encuentros improbables, instantes furtivos y coincidencias fugitivas. No consume, y sin embargo no cesa de atrapar viñetas, de hacer caer sobre él una fina llovizna de imágenes robadas, en el instante improbable del encuentro.
Esta creatividad poética del flâneur es por otro lado ambigua: es, como decía Walter Benjamin, una «fantasmagoría». Supera la atrocidad de las ciudades para apoderarse de las maravillas pasajeras, explora la poesía de lo que impacta, pero sin detenerse a denunciar la alienación del trabajo y de las masas. El flâneur tiene cosas mejores que hacer: remitificar la ciudad, inventar nuevas divinidades y explorar la superficie poética del espectáculo urbano.
Las posteridades de la flânerie baudelairiana son numerosas. Está el vagabundear surrealista, que enriquecerá el arte de callejear con dos dimensiones nuevas: el azar y la noche (Aragon en las Buttes-Chaumont en El campesino de París, Breton y su búsqueda alucinada del amor en Nadja). Está también la deriva situacionista teorizada por Guy Debord: exploración sensitiva de las diferencias (dejarse transformar por los ambientes). Lo que hay que preguntarse es si, en la época en que vivimos, la uniformización de los rótulos (las «cadenas», como se denominan sin ironía: eslabones idénticos entre sí, que se cierran sobre nosotros) y la invasión progresiva de los coches no han hecho más difícil, menos agradable y sorprendente, vagar por las calles. Es cierto que se crean espacios de callejeo obligado, pero subordinados al mandato de comprar.
El gran caminante romántico, el eterno wanderer, comulgaba con el ser. La marcha era una gran ceremonia de unión mística, en la que el caminante se hacía presente a la presencia, se acurrucaba en el seno puro de una Naturaleza maternal. Tanto en Rousseau como en Wordsworth encontramos esta celebración de la marcha como confirmación de la presencia y fusión mística. Y lo que encierra en sí el verso equilibrado de Wordsworth o la prosa musical de Rousseau es precisamente la profundidad de esa respiración, la suavidad del ritmo.
El flâneur de las ciudades no se hace presente a una plenitud del ser, sino solo disponible a emociones visuales dispersas. El caminante se realiza en el abismo de una fusión; el flâneur, en la explosión de una dispersión infinita de destellos.