Mediodía
Día perfecto, mayoritariamente nublado, camino, quiero como se ve el otoño en el campo.
Denia, 20 de octubre de 2019
El desierto imprevisto
El esfuerzo por clarificar nuestra mirada no puede empezar en la sociedad, sino en el ojo y la mente. Es una búsqueda espiritual, no una función política. Cada hombre debe enfrentarse al mundo solo, y aprender a verlo por sí mismo.
[…]
La cámara es un punto de referencia, casi como una brújula, aunque no tan predecible. Es la disciplina y la oportunidad de la visión. En relación al recinto que llamamos civilización, las imágenes no son adornos o reliquias, sino ventanas y puertas, ampliaciones de nuestro espacio vital, entradas en el misterioso mundo fuera de nuestras paredes, lecciones de lo que se debe buscar y cómo ver. Ellas limitan nuestra comodidad […], nos dan un poco de miedo porque siempre sugieren la presencia de lo desconocido, lo que está fuera de la imagen y más allá de la vista, ellas sugieren la posibilidad de un acceso repentino de alegría, visión, belleza o alegría que nos mantenga vivos y nos recompense por vivir, sirviendo como puntos de referencia espiritual en la peregrinación a la tierra que cada uno de nosotros debe asumir por sí solo.
Siempre en la inmensidad del bosque, al salir de un terreno familiar y bajar solos a un lugar nuevo, se siente, junto con sentimientos de curiosidad y emoción, un pequeño temor persistente. Es el antiguo temor a lo desconocido, y es el primer lazo con el desierto que vas a recorrer. Lo que estás haciendo es explorar. Estás desarrollando la primera experiencia, no del lugar, sino de ti mismo en ese lugar. Es la experiencia de nuestra soledad esencial, porque nadie puede descubrir el mundo para nadie más. Es sólo después de que lo hemos descubierto por nosotros mismos que se convierte en un terreno común y un vínculo común, y dejamos de estar solos.
Y el mundo no puede ser descubierto por un viaje de kilómetros, no importa cuan largo, sino sólo por un viaje espiritual, un viaje de una pulgada, muy difícil y humilde y alegre, por el cual llegamos a la tierra a nuestros pies, y aprendemos a estar en casa. Es un viaje que sólo podemos hacer si aceptamos el misterio y la perplejidad -cediendo a la premisa de que lo que esperábamos no se encuentra ahí.
Traducido de Wendell Berry: The Unforeseen Wilderness, citado en The Education of a Photographer (editado por Charles h. Traub y otros)
Estoy tranquilo, una quietud envuelve y amortaja suavemente mi alma. He ido al bosque a tenderme bajo las grandes sombras, a abrazar a la madre tierra y a olvidar. Los grandes árboles y las grandes montañas sofocaban mi yo y aniquilaban mi dolor y mi alegría. Empezaba a sentir hondamente que también yo soy parte de este bosque, un tronco que piensa y camina y echa ramas y hojas y perece... Una onda del río que nace y que corre como llanto o canción hasta llegar al mar para morir... ¿Por qué ser eternos? ¿Por qué tan egoístas? Como algunos insectos, nacimos para besar y morir. Nuestro polvo aventado por la tierra nutrirá al árbol y a la roca y al pájaro que canta y al arrollo que llora y será parte de ellos. Y nuestro pensamiento será igualmente parte del pensamiento de otras generaciones. Y se sucederán incontables siglos. Y vendrán días en que las personas temblarán de frío y en que se apiñarán en torno al ecuador para pedir calor y vida, en las profundidades de los valles, y en que la última madre traerá al mundo al último hijo, y en que el sollozo de la humanidad y del mundo resonará como una blasfemia y ni siquiera alcanzará a conmover a otros astros que evolucionarán serenos por cielos sonrientes y hermosos. ¡Qué ridículos somos, con nuestras pasiones, con nuestros odios y con nuestro amor! Cuando alguna vez me siento a ver pasar la muchedumbre ante mí, me imagino lejos, muy lejos, contemplándola. Un murmullo espaciado, un susurro de voces que apenas llega hasta mí. Y veo a todos esos seres ir y venir llenos de orgullo, con la cabeza bien alta, amar y odiar, irritarse y reír, y correr a toda prisa, todos hacia una inmensa e insaciable fosa. Y los veo caer uno a uno —en seco se detiene su risa—, caer como gotas de lluvia sobre el mar.
Y tendido bajo las grandes sombras del interior del bosque, pienso: «Cuánto mejor sería que cesaran todas estas pasiones y que el uno fuera apoyo del otro, lo consolara del hecho de vivir, le apartara todo obstáculo del camino y le empujara suave, calladamente, sin dolor y feliz hacia la tumba». Allí la paz es eterna. El susurro de las hojas no alcanza a perturbar nuestros huesos allá abajo. Las pasiones no llegan bajo tierra. Seguirá el mar cantando su intrincada canción, y arriba los árboles susurrarán y se estremecerán con la brisa y florecerán y lanzarán gemidos con los hachazos del leñador. El hombre amará, y las fieras en lo profundo de los bosques rugirán de amor y de hambre. Todo se agitará y sufrirá y aullará sobre nosotros, y sólo nosotros, serenos, inmóviles, esperaremos con los brazos cruzados bajo tierra.
- "Lirio y serpiente", Nikos Kazantzakis. Acantilado. Traducción de Pedro Olalla