Camino a “El Verger”

22 de noviembre de 2019, media mañana de un día templado y una luz prodigiosa. Camino.

Caminar, es libertad


Caminar es movimiento, tonifica y lo mejor es que sirve para pensar. Lo hicieron Nietzsche, Rimbaud, Rousseau, Thoruau, Kant, Marcel Proust o Walter Benjamin, entre otros.

Decía Friedrich Nietzsche que «hay que sentarse lo menos posible: no creer en ningún pensamiento que no haya surgido al aire libre y estando nosotros en movimiento, en ningún pensamiento en cuya génesis no intervengan alegremente también los músculos. Todos los prejuicios proceden de los intestinos. Ya dije en una ocasión que la vida sedentaria constituye el auténtico pecado contra el espíritu».

El filósofo alemán pensaba que las morales sedentarias habían envenenado a la humanidad. “No somos de esos que solo rodeados de libros, inspirado por libros, llegan a pensar. Estamos acostumbrados a pensar al aire libre, caminando, saltando, subiendo, bailando, de preferencia en montañas solitarias o a la orilla del mar, donde hasta los caminos se ponen pensativos”, escribió en La gaya ciencia.

Y así construyó su obra. Nietzsche no era caminante de ciudad. Era andante de naturaleza. En sus marchas por el bosque huía de sus infernales dolores de cabeza y buscaba ideas que no estaban atadas a nada. Nietzsche trabajaba caminando, caminaba solo y a veces hasta ocho horas al día. Andando escribió El paseante y su sombra. Andaba y redactaba a la vez lo que iba pensando en seis cuadernos pequeños.

Pero el hombre que quiso llegar mas allá del bien y del mal acabó sentado en una silla de ruedas.

Arthur Rimbaud, escapó andando hasta París, marchó a Bruselas, deambuló por Londres, atravesó los Alpes y hasta intentó llegar a Rusia. Cuando era muy joven, dijo que era «un peatón, nada más» y siguió andando el resto de su vida.

«A pie. Siempre a pie. «Para caminar, para avanzar, hace falta ansia. Siempre se da en Rimbaud ese grito en el momento de la partida, esa alegría rabiosa (…). En las tripas, el dolor de estar aquí, la imposibilidad de quedarse quieto, de enterrarse vivo, de quedarse simplemente».

En 1891 su rodilla se inflama terriblemente. Hay que amputar y pierde la pierna para siempre. Rimbaud sigue haciendo planes con su futura prótesis, pero ya no volverá a caminar. El poeta que vio en la marcha una forma de huida, de dejar atrás y olvidarse de uno mismo y del mundo en cada paso, nunca paró. Ni en su lecho de muerte, donde dijo, como últimas palabras: «Deprisa, nos esperan».

Para J.J. Rousseau pensar es una extensión de caminar, detestaba los escritorios. De joven camina sin cesar. Después verá los caminos en coche de caballos, con gran disgusto, según escribió en Las confesiones. “Solo he viajado a pie en mis días de juventud, y siempre con delicia”. Pronto los deberes, los asuntos y un equipaje que llevar me obligaron a dármelas de señor y a utilizar vehículos, a los que conmigo subían atormentadoras preocupaciones, apuros y molestias, mientras que antes en mis viajes no sentía otra cosa que el placer de caminar. Desde entonces no he sentido otra cosa que la necesidad de llegar».

Fue caminando por el bosque como Jean-Jacques Rousseau escribió su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. Andando descubrió al homo viator (hombre que camina), «el que no está desfigurado por la cultura, la educación y las artes; el de antes de los libros y los salones; el de antes de las sociedades y el trabajo». Entre los árboles busca Rousseau a ese primer hombre anterior a toda civilización, «saturado de cortesía e hipocresía, lleno de maldad y de envidia». Es su buen salvaje.

Pero la vida hace el paisaje gris y en sus últimos paseos no busca inspiración. Al contrario. «Los últimos paseos tienen la inmensa dulzura del desapego», escribe Gros. «Ya no hay nada que esperar, nada que aguardar. Vivir solamente, permitirse existir».

Henry David Thoreau se siente abrumado por el capitalismo feroz, por las grandes producciones en masa y las explotaciones industriales del siglo XIX. Los hombres empiezan a saquear la naturaleza y propone una nueva economía en la que «el coste de una cosa es la cantidad de vida que hay que dar a cambio de ella» (Walden, 1854).

«Es también una manera de distinguir el provecho del beneficio. ¿Qué provecho saco de una larga caminata por el bosque? El provecho es nulo: no se ha producido nada que pueda luego venderse, ni se ha realizado algún servicio social que pueda rentarme nada. A ese respecto, la marcha es desesperadamente inútil y estéril. En términos de economía tradicional, es tiempo perdido, malgastado, tiempo muerto, sin producción de riqueza. Y sin embargo para mí, para mi vida, no diría siquiera interior, sino total, absoluta, el beneficio es inmenso», explica Gros en su obra. «Vivir, en el sentido más profundo, es algo que nadie puede hacer por nosotros. En el trabajo puede sustituirnos alguien, pero no al caminar. Ese es el gran criterio».

El naturalista estadounidense medía el valor de las cosas en la calidad de las vivencias. Decía: «¿Cuánta vida pura pierdo cuando me esfuerzo en ganar más dinero? Lo que les cuesta a los ricos ser ricos: trabajo, preocupaciones, desvelos, no descansar nunca». Él, en cambio, no necesitaba posesiones. Le bastaba con hacer suyo lo que veía. Así lo sentía. Todo el bosque, todo el mundo, para él.

Cúan vano es sentarse a escribir cuando aún no te has levantado a vivir.
H.D. Thoreau
El diario (1837-1861)


Elogio del caminar

Una caminata se inscribe en los músculos, la piel, es física y remite a la condición corporal que es la de lo humano. Manera de recuperar la infancia en el júbilo del esfuerzo, de la tenacidad, del juego. Como un niño que juega y desaparece en su acción, el caminante se disuelve en su avance y recupera sensaciones, emociones elementales que el sedentarismo de nuestras sociedades ha vuelto escasas.

Lo que es importante en la caminata no es su punto de llegada sino lo que en ella se juega en todo momento, las sensaciones, los encuentros, la interioridad, la disponibilidad, el placer de vagabundear… muy simplemente existir, y sentirlo. Ella se encuentra lo más lejos posible de los imperativos contemporáneos donde toda actividad debe ser provechosa, rentable. La caminata es inútil, como todas las actividades esenciales. Superflua y gratuita, no conduce a nada de no ser a sí mismo tras innumerables desvíos. Nunca está subordinada a uno objetivo sino a una intención, la de recuperar su aliento, un poco de ligereza, unas ganas de salir de su casa. El destino no es más que un pretexto, ir más más allá que a otra parte, pero la próxima vez será a otra parte más que allá. En este sentido, la caminata es la irrupción del juego en la vida cotidiana, una actividad consagrada solamente a pasar algunas horas de paz antes de volver a casa con una provisión de imágenes, de sonidos, de sabores, de encuentros…

Lo que es importante en la caminata no es su punto de llegada sino lo que en ella se juega en todo momento, las sensaciones, los encuentros, la interioridad, la disponibilidad, el placer de vagabundear… muy simplemente existir, y sentirlo. Ella se encuentra lo más lejos posible de los imperativos contemporáneos donde toda actividad debe ser provechosa, rentable. La caminata es inútil, como todas las actividades esenciales. Superflua y gratuita, no conduce a nada de no ser a sí mismo tras innumerables desvíos. Nunca está subordinada a uno objetivo sino a una intención, la de recuperar su aliento, un poco de ligereza, unas ganas de salir de su casa. El destino no es más que un pretexto, ir más más allá que a otra parte, pero la próxima vez será a otra parte más que allá. En este sentido, la caminata es la irrupción del juego en la vida cotidiana, una actividad consagrada solamente a pasar algunas horas de paz antes de volver a casa con una provisión de imágenes, de sonidos, de sabores, de encuentros…

Caminar es un largo viaje a cielo abierto y al aire libre del mundo en la disponibilidad de lo que viene.

(Fragmentos extraídos de CAMINAR: ELOGIO DE LOS CAMINOS Y DE LA LENTITUD, de David Le Breton. Traducción: Víctor Goldstein. Waldhuter editores)

Cada habitante de la ciudad tiene sus espacios, sus recorridos predilectos, forjados al hilo de sus actividades, que coge de manera unívoca o que varía según su humor, el tiempo que haga, sus ganas de darse prisa o de vagabundear, las compras que tenga que hacer por el camino, etc. Alrededor de cada urbanita se dibuja una miríada de caminos vinculados a su experiencia cotidiana de la ciudad: el barrio donde trabaja, el de sus quehaceres administrativos, el de las bibliotecas que frecuenta, donde viven sus amigos, los que conoció en su infancia o en diferentes periodos de su vida. Tiene también sus zonas de sombra, los lugares a los que nunca va porque no se asocian con ninguna actividad ni con ningún estímulo, a no ser que pase por ellos en coche alguna vez pero sin la curiosidad suficiente para detenerse, o los lugares que, por lo que sea, le dan miedo.

-David Le Breton, Elogio del caminar